Ya descendían por arenas movedizas
cuando esfinges piadosas los abandonaron a su suerte:
emisarios sin color los habían atado a sus caballos,
ordenaron que fueran clavados en tablas de surf.
No llevaban carga en los remolques de sus camionetas,
ya habían segado en Cedar Lake
y enseguida tiraron todo en Roncesvalles.
Pero el guía todavía respiraba
y vadeaba las montañas estando ebrio.
En el azote que infligía la bruma sobre sus cabezas
las escamas que pendían de sus oídos se hicieron adolescentes que callaban
sin haberlo decidido.
Otros hubieran querido aprender a caminar.
A nosotros la borrasca nos había arrastrado
sujetándonos por nuestros cinturones
mientras soñábamos que caballeros cruzados hurtaban cajas de palma
que luego escondían en yelmos ligeros:
yelmos perecederos que se turnan el uso de otros rostros
y dejan su brillo en la marisma.
Ellos vieron caer la tarde
como una infusión de nubes cargadas de pesadas lágrimas,
sacos de sorgo que el faro arroja como un cíclope furioso
sin permitirles descansar
cuando todavía se avecinan rodando por las carreteras.
Han retraído los remos que utilizan para redoblar en el lienzo estirado
de los estandartes pertenecientes a sus víctimas.
Supimos de relámpagos tirados al cansancio
hechos pedazos en la resaca subsecuente a sus trasnoches,
aprendimos a escuchar los pensamientos que las cañerías soportan
como ríos contaminados de otro mundo y sus designios,
hemos removido algo de pintura vieja del acantilado
-era lluvia ácida alojada en las salientes
donde otro ha puesto sus manos-.
Ya dejaban caer sus cuerpos a pantanos inauditos
en tiempos en que nadie hablaba con los árboles,
se dejaron asaltar mientras caminaban por el malecón
porque era un día festivo.
No jugaron a hundir embarcaciones en charcas oscuras;
eran observados por becerros
con cortes transversales en sus cráneos.
Hemos dejado podrir el mármol de la losa
que deja blanca la piel de sus sepulcros imposibles.
Eran espíritus ignotos
en desiertos de cristales empañados.